Otro jodido punto y final


No puedes estar triste siempre, me dijeron. ¿Y qué le hago si la vida me quita a la gente que quiero en poco tiempo y no parece darme tregua?

Hace mucho que aprendí que a la tristeza hay que abrazarla cuando llega, sin huir de ella, porque es muy pilla y si huyes te atrapa cuando menos te lo esperas porque no hay escapatoria para el dolor.

Mejor vivir el duelo cuando toca para que siga su rumbo y se transforme y pase de la negación a la rabia y luego a la tristeza hasta la aceptación y de ese modo solo queden los buenos momentos vividos junto a los que quisimos. No puede saberse cuánto va a durar cada etapa, cuando nos abandonará el shock: ese estado en el que parecemos vivir en una película sin conocer el guion, cuándo no dirigimos nosotros los hilos y nos movemos como autómatas sin un destino cierto. Cuándo desaparecerán las ganas de gritar, de romperlo todo, de odiar al mundo, a las personas, a todo lo que se mueva y respire cuando los que quisimos ya no pueden hacerlo. Desconocemos cuántos días más amaneceremos sin ganas de levantarnos, sin fuerzas para afrontar un nuevo día, con miedo a lo que puedan depararnos las horas… Y una herida parece reabrir las otras cercanas y aún latentes, aún sin cicatrizar.


Te piden que no estés triste, porque los días pasan y no estás disfrutando de ellos. Lo cierto es que ahora no puedo y no pasa nada. Todo está bien. Todo tiene su momento y su lugar.

El otro día, compartiendo con amigos la desolación, la estupefacción y la crudeza de lo efímero de estar vivos, me sorprendí diciendo que la vida es sufrimiento, que no se puede ser plenamente feliz, disfrutar de cada instante, sin el contrapeso del dolor. Existen personas que pasan por la vida sin pena ni gloria, sin grandes sobresaltos y al mismo tiempo sin grandes alegrías. Esa no es mi vida ni lo será (pienso con temor).

La muerte forma parte de la vida, me dicen. Tú vives al lado de la muerte, tendrías que estar acostumbrada, tendría que dolerte menos. Pues no, porque era mi amigo, al que ya no podré escuchar reír abiertamente. Era mi amigo, mi maestro… no es una muerte, es su muerte. Y no hay punto y seguido, ni a parte, ni los suspensivos que tanto odiaba. ¡Lo que daría porque fueran suspensivos y el lunes me dijeran que solo fue un descanso, que se tomó el descanso que anunció necesitar hace unos meses!


El otro día me sorprendía a mí misma buscando su rostro entre los vivos, fijándome en todos los calvos esperando encontrarme con sus ojillos achinados cuando sonreía al verme con sus brazos abiertos para darme un fuerte apretón y que me susurrara de nuevo: ¡Raquelilla, qué bueno verte! Me parecía escuchar su carcajada entre los murmullos, los saludos y los llantos.

Pero no, aunque le sigamos leyendo y recordando por siempre cada encuentro, esto no es más que otro punto y final. Un puto gordo, negro e infinito punto y final.


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